La Conferencia Episcopal de Colombia presenta el Sermón de las Siete Palabras con reflexiones y llamados de siete arzobispos del país

En el contexto de este Viernes Santo 2024siete de los doce arzobispos de Colombia comparten sus reflexiones sobre las últimas siete frases pronunciadas por Jesús en la cruz. En esta ocasión, inspirados en lo narrado por los evangelistas, los pastores de Bogotá, Medellín, Popayán, Tunja, Cali, Barranquilla y Manizales llaman la atención de todos los fieles católicos, sobre varios de los desafíos personales y colectivos que se tienen en el país. 

Temas clave como el perdón, la centralidad de las víctimas, la búsqueda de la paz, el aborto, la eutanasia, el cuidado de la casa común, la corrupción, los desafíos sociales, el consumismo y materialismo desbordado, así como el rol de los jóvenes en la construcción del país, aparecen en estas meditaciones. 

Primera palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34)

Reflexión del cardenal Luis José Rueda Aparicio, arzobispo de Bogotá y presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia

El sufrimiento de Jesús en la Cruz, es sufrimiento por realizar su misión, es sufrimiento tejido con hilos de amor al Padre y a la humanidad de todos los tiempos.

Es maravilloso constatar la manera cómo Jesús se dirige a Dios, lo nombra con calidez, lo nombra con confianza, lo nombra con cercanía; le habla desde el corazón, lo llama “Abbá” Padre.

Ha comenzado la escena de la ejecución de un hombre condenado a la pena de muerte, ese hombre se llama Jesús de Nazaret y verdaderamente es el Hijo de Dios.

El evangelista Lucas nos narra que conducían a dos delincuentes con Jesús, es decir, que llevan al hijo del Dios misericordioso mezclado con la miseria humana, así ha vivido el Salvador de la humanidad, ha tomado nuestra condición humana (Fil 2), Él es la luz en medio de las tinieblas (Jn 8, 12), el amor en medio del odio (Mt 5, 44), la verdad en medio del engaño (Jn 8, 31), el trigo en medio de la cizaña (Mt 13, 25).

Aquí resuenan hoy las palabras del Concilio Vaticano II, recordándonos que cuando el ser humano examina con sinceridad su corazón, comprueba en sí mismo la inclinación al mal, y comprende a la luz de la Palabra Revelada, que dentro de sí hay un permanente combate, y una mezcla de opuestos, porque descubre la sublime llamada de Dios que le confiere sentido y dignidad, y simultáneamente su herida, su llaga dolorosa la miseria profunda que el hombre experimenta dentro de sí, y que le impide lograr su propia plenitud:

“Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes No. 13).

En el momento de la crucifixión, cuando la muerte se acerca con agresividad, Jesús pronuncia una palabra y está dirigida al Padre; porque ni siquiera la amenaza de la muerte le puede arrancar el amor al Padre. A Jesús lo pueden obligar a sentir niveles inhumanos de dolor físico, le pueden arrebatar la vida de peregrino y misionero, pero no le pueden negar el diálogo profundo con el Abbá (Mc 1, 35 / Mt 26, 39). Y precisamente allí está la causa de su condena, lo han tratado como a un blasfemo (Jn 10, 33).

La oración de Jesús en este momento es de manera contundente una oración de perdón. Una súplica de perdón que supera el dolor, que está libre de odio y de rencor, que no deja lugar a la venganza, ni al reclamo. Es una súplica de perdón dirigida al Padre, porque Jesús sabe bien que el Padre es compasivo y misericordioso (Salmo 102).

La oración de Jesús en la cruz es una oración en salida misericordiosa, es una oración de intercesión por los ofensores. Preguntémonos: ¿Tenemos la capacidad de orar por quienes nos hacen el mal, por quienes nos persiguen o nos calumnian?

La verdadera dignidad del hombre se manifiesta ahora, en forma de perdón, en forma de paz ofrecida allí, donde la simple lógica humana indicaría un camino salvaje, de guerra y destrucción.

El perdón de Jesús desde la cruz no es una estrategia contra la violencia, tampoco es una negociación, el perdón de Jesús es un poderoso acto divino de liberación por amor, y así, Jesús en la cruz ratifica que es el Hijo de Dios. Si fuera una simple estrategia para ganar algo a cambio, sería un perdón con intereses personales, pero, de verdad, estamos ante un grito profético de perdón gratuito, el perdón de Jesús no busca su propio beneficio, sino que es un verdadero don gratuito, para quien no lo merece, no lo valora y, por lo tanto, no está dispuesto a agradecerlo. El perdón es una iniciativa y expresión de gratuidad y de grandeza de espíritu que, solo se logra cuando sintonizamos con la gratuidad del obrar de Dios.

Solo la cultura del perdón logra romper en Colombia con los eslabones de la violencia y de la guerra. Así nuestra iniciativa para perdonar fluye de sabernos perdonados por Dios Padre, y avanza cuando descubrimos a nuestro lado, en lo cotidiano de la vida los rostros y las voces del perdón, perdonar no es de ingenuos, ni de débiles, perdonar es de sabios con la sabiduría de la Cruz y de los fuertes, con la fortaleza de Jesús crucificado (1Cor 1, 22 – 25). Esto puede ser hoy un escándalo o una necedad, pero en realidad es la verdadera semilla de una sociedad renovada y en paz. ¡Arriesguémonos a perdonar!

La verdadera paz y la verdadera reconciliación de Colombia, se fundamentan allí en la conciencia de hombres y mujeres que están libres de la reacción tóxica del rencor y de la venganza, que migran de la lógica del desquite y se dejan conducir por el Espíritu Santo: ¡Son personas valientes que llenan de esperanza la vida de las familias y de la sociedad! ¡Son personas valientes que saben que el perdón solo es posible cuando nos hemos sentido perdonados por Dios! ¡Son personas valientes, serenas, llenas de sabiduría que llevan a las familias y a la sociedad colombiana a la madurez humana en Jesucristo el hombre nuevo!

Señor Jesús:  
Mira a Colombia y libéranos del odio,  
libéranos del resentimiento,  
libéranos de la venganza,  
danos un nuevo corazón, un corazón semejante al tuyo y enséñanos a perdonar, 
para que la humanidad pueda vivir en paz. Amén.


Segunda palabra: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”  (Lc.23,43)

Reflexión de monseñor Ricardo Tobón Restrepo, arzobispo de Medellín


Jesús está clavado en la cruz entre dos malhechores, se burlan de él los soldados, lo han abandonado los discípulos, la multitud que lo rodeaba ahora lo mira desde lejos, el que había sido aclamado por sus palabras y sus milagros aparece en la más triste impotencia. Sobre la cruz está escrito: “Este es el rey de los judíos”. Es un rey de burlas, que no se defiende y a quien ninguno defiende.  El Padre no realiza ninguna intervención en favor del Hijo en quien tiene todas sus complacencias.

Sin embargo, uno de los dos malhechores, que vive el mismo sufrimiento atroz y que necesita ayuda se confía en él, su compañero injustamente condenado. Le nace la fe y reconoce en Jesús el Mesías esperado. Sólo la fe puede hacer ver que en tal estado de debilidad y de humillación, de despojo y de muerte, está escondido un misterio de gracia y una fuente de salvación.

Esta fe lleva a quien llamamos el “buen ladrón” a descubrir en Jesús un verdadero rey, un rey paciente que sufre injustamente el abandono y la ingratitud de aquellos que él no se avergüenza de llamar hermanos. Por esta fe, tuvo el coraje, en medio de las blasfemias y las burlas, de llamarlo por su nombre, de reconocerlo como su salvador y de dirigirle una humilde súplica: “Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino”. Así, obtuvo la gracia de escuchar estas palabras: “Hoy estará conmigo en el paraíso”.

En nuestro tiempo, amplios sectores de la sociedad no tienen esa fe y esa esperanza; les parece que no necesitan el reino que Jesús ofrece; pretenden construir su paraíso solo en la tierra. Un paraíso edificado a partir de la economía y la tecnología, cuyos pilares han sido la acumulación de capital, la competitividad, el confort y la banalidad. Esto ha producido el fenómeno que estamos viendo en el mundo entero: un pequeño grupo de personas que acumulan todas las riquezas y con sus negocios determinan en su favor la orientación de la política, de la educación y de la comunicación.

En general, estos proyectos contaminan la vida de la sociedad y, generando una gran desigualdad, reducen a la pobreza a tantas personas, cuya estrechez de vida los mantiene en el límite de lo soportable. El consumismo nos ha manejado a todos y todos hemos colaborado. Se ha puesto el énfasis en lo económico y no en lo social. Esto va propiciando que crezca en amplios sectores un gran malestar. Es la consecuencia de una visión de la vida que borra los valores fundamentales y nos despoja del sentido de trascendencia. Este sistema nos está asfixiando, nos entretiene con espectáculos, nos atrofia la inteligencia y la afectividad, no nos da tiempo para ser humanos.

Si bien esta crisis es peligrosa porque nos desestabiliza, es también una oportunidad para realizar algo nuevo y mejor. Ahí debe intervenir la sabiduría y la responsabilidad de todos; hay que dejar tantas cosas que no necesitamos, hay que promover una auténtica justicia social, hay que volver a lo esencial de la vida que da paz interior y genera amor a las personas que nos rodean, hay que reaccionar con una verdadera vida espiritual, hay que descubrir y realizar hoy el plan de Dios sobre nosotros.

Aunque estemos crucificados, si en Cristo hemos encontrado una razón para vivir y para morir, si en Cristo hemos superado el odio y la agresividad, si en Cristo hemos vencido el miedo y la soledad, si en Cristo hemos matado el egoísmo para darnos a los demás, si en Cristo hemos encontrado una comunidad de hermanos, si en Cristo hemos experimentado la misericordia del corazón paterno de Dios, ya estamos en el paraíso.

Esta experiencia de encontrar la vida verdadera en Cristo debe llevarnos, en primer lugar, a un compromiso serio por construir una tierra nueva donde habite la justicia, donde haya oportunidades de salud, de educación, de empleo, de convivencia en la libertad y de vida con dignidad para todos.

La esperanza del cielo no puede desentendernos de la responsabilidad de instaurar la justicia social en el mundo, de lograr que haya equidad para todos y de hacer que cada persona humana sea valorada y respetada en sus derechos fundamentales. Es necesario acabar con dos lacras: la insensibilidad social y la corrupción que impiden que todos trabajemos con honestidad y responsabilidad por el bien común.  Pero, de otra parte, el compromiso con las realidades terrenas no puede ensombrecernos la esperanza de la vida eterna en Dios.


A fuerza de buscar calidad de vida en esta tierra podemos olvidar que nuestro destino trascendente es el que da el justo valor a todas las fatigas e ilusiones de nuestra existencia. Tener presente el más allá no es una alienación, sino una perspectiva que nos ubica y orienta. Tenemos que cuidarnos de llamar paraíso la riqueza que seduce, el poder que envanece, el placer que promete y no da la felicidad, las realidades de esta vida que llegan y luego se deshacen.

El verdadero paraíso es Dios. Él es nuestro auténtico futuro. Hacia Él tienen que dirigirse todos los anhelos de nuestro inquieto corazón. En Él tiene que terminar nuestro itinerario hecho de penas, de alegrías, de trabajo diario, de arrepentimientos, de lágrimas y de esperanza. Solo en él podrá encontrar al final sosiego y plenitud nuestra aventura humana. Cuando borramos a Dios del horizonte personal o social, llegan en cadena todos los males. 


Pidamos, entonces, que Jesús a quien acompañamos hoy en su agonía esté con nosotros para llevar una vida de fe y compromiso y nos acompañe también en la hora de nuestra muerte para prometernos: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”.


Tercera palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27)

Reflexión de monseñor Omar Alberto Sánchez Cubillos, arzobispo de Popayán y vicepresidente de la Conferencia Episcopal de Colombia


Ante todo, esforcémonos por no matizar la escena escandalosa de la cruz. El totalmente justo ha sido condenado a muerte y ahora cuelga de ella como castigo. La imagen de la cruz es dramática. No tiene nada de sutil. Es simplemente cruel. Repugnancia debe ser la palabra que describa el drama de esta forma de castigo para Cristo y de cualquier cruz de hoy que revela las atrocidades contra el ser humano.

Esta escena de un crucificado agonizante que deja un testamento en sus últimas palabras no nos debe parecer natural. No podemos normalizar este drama, así sea en un marco de fe sólida, al punto que la podamos volver una escena necesaria y sin escándalo. ¿Y quién mejor podría darnos este tono de realidad, de comprensión exacta de un profundo e inconmensurable dolor, si no justamente una mujer?

La mujer nos da el registro preciso del dolor, porque tiene el valor de no disfrazar lo que padece. A la mujer le es más propio dejar ver y poner en evidencia su drama y su dolor. De las últimas palabras de Jesús, ciertamente no podía dejar de estar una referencia directa a la mujer. La verdadera, infaltable en una escena como esta.

Y de la mujer. ¿La madre? Sí, la madre que sabe a fondo cuánto vale la vida de quien ama. La vida del hijo sacrificado, injusta y desproporcionadamente víctima en sentido pleno. María está totalmente presente y llamada por Dios en el vértice de la salvación del hombre a una misión que supera quizá su comprensión. Aquí, donde el bien parece haber fracasado del todo en profunda soledad.

En este marco de crueldad con su hijo bueno nace quizá una misión que no es fácil de comprender. Aquí está muriendo el hijo, pero también está naciendo algo nuevo que supera toda expectativa. “Mujer, ahí tienes a tu hijo, hijo, ahí tienes a tu madre”. Es la agotada palabra de Jesús para su madre. Esta palabra no parece ser solo la expresión caritativa de un hijo frente a una madre que lo pierde todo.

Advirtamos que estas palabras de Jesús para su madre y el discípulo amado no pretenden simplemente consolar a dos víctimas entre sí, amortiguar su dolor y su soledad. No es un simple gesto humanitario de proveer la madre en el dolor y la indigencia de casa y compañía. Este no parece ser el sentido último de esta palabra. En esta palabra hay mucho más.

Es necesario entender que es una misión la que se le otorga a María como madre. El tono es de un verdadero envío de Jesús que trasciende el ímpetu del dolor sin evadirlo. María es enviada como testigo y víctima, de modo que este dolor tenga utilidad salvífica. En el marco de la voluntad de Dios, Dios mismo llama a María a una misión desde el dolor, para que en ella ninguna víctima injusta quede condenada a una básica resignación.

Es una misión sin límites la que Jesús le entrega a María como madre. Está claro que aquí no se describe solo un acto de fe, de piedad filial de Jesús hacia su madre, sino una verdadera revelación de su fecunda maternidad espiritual. María se convierte en la madre no solo del discípulo amado, sino también de todos aquellos a quienes Él representa, es decir, del conjunto de los creyentes y de modo superior, de quien más sufre.

La Iglesia, que se funda por la fe en la Palabra de Dios. Es la Iglesia que nace al pie de la Cruz. María es Madre de la vida de Jesucristo, extendiendo esta maternidad como misión a todo discípulo a quien Jesús ama y se llama mujer porque realiza la misión del nuevo pueblo de Dios que con frecuencia en la Biblia se ha señalado como mujer y pueblo.

María queda así constituida en la mujer bíblica, que da a luz con dolor al Mesías y desde Jesús en la cruz se convierte en madre universal del género humano. Igual para el discípulo de Jesús, el que amaba. Nace una nueva función desde las palabras agonizantes del Señor. Con ello se significa que el discípulo está en el marco de la irradiación del amor de Jesucristo, lo que le transforma en amigo de Jesús.

Ciertamente, se trata de una persona concreta que asume en pleno un carácter representativo. Así, ese discípulo somos todos los cristianos amigos amados de Jesús. El Señor no solo nos entrega a una madre, a cada discípulo del camino, sino que le entrega una madre al dolor injusto, una madre para afrontar con sentido el sufrimiento a partir de Dios mismo. Esa madre que nos enseña a dejarle las respuestas definitivas a Dios. María es, por ello maestra de esperanza.

En esta tercera palabra tenemos la oportunidad de entender que desde el dolor se puede asumir una misión que afronte y enfrente al dolor mismo. Las víctimas están invitadas a partir de María, a asumir una misión para el mundo. Desde la maternidad de María es posible afrontar y transformar el dolor sin destruirse y denunciarlo para contenerlo.

Podemos decir que dos miradas entrecruzan en esta escena del Crucificado y su madre y el discípulo amado. La mirada de Jesús doliente hacia su madre y la de María madre y el discípulo a Jesús. Las dos miradas tienen el sentimiento de la compasión. Por el otro, pero también las dos miradas tienen implícita una misión. La misión del Señor de entregar todo por nuestra salvación, es decir, el sentido redentor de su muerte y la visión de María y de su discípulo para abrir un camino a quienes, desde esta realidad de sufrimiento y dolor, necesitan un faro de luz.

En últimas, el dolor desgarra, pero no necesariamente paraliza. Y definitivamente el dolor, en todos los casos, transforma siempre en la dirección del misterio de Cristo.

Estemos ciertos que no hay ninguna víctima que no esté en el corazón de Dios y de María. Madre sin respuesta. En Colombia hemos acumulado demasiado. Sufrimos. Y sentimos el dolor humano. Víctimas y victimarios estamos atrapados en un pasado y en un presente de inhumanos hechos.

Tenemos que enfrentar esa verdad, asumir esa realidad y escandalizarnos por nuestra capacidad de mal. El camino nunca serán normalizar el horror, maquillar lo impresentable, ignorar toda forma de sufrimiento y dolor y borrar sin vergüenza este drama en el pasado estemos ciertos que los males de Colombia que hemos vivido, de muerte, de hambre, de injusticia, tienen un lugar en el corazón de Dios y de María.

María Madre es hoy nuestro referente. Ella nos enseña a pasar del máximo dolor a la máxima visión del poder, del ímpetu, del mal, a la respuesta de Cristo sobre ella, de nuestra frágil condición como poder para hacer mal al poder y la fuerza renovadora de Dios.

Recordemos siempre que tenemos la cruz de Cristo y su victoria sobre ella para desmentir el poder definitivo del mal y de la muerte en nuestra historia personal y colectiva. María, Madre, ruega por nosotros.

Cuarta palabra: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Mt. 27,46)

Reflexión de monseñor Gabriel Ángel Villa Vahos, arzobispo de Tunja

Esta frase la encontramos en el salmo 22 que en diversas ocasiones los israelitas  oraban en la asamblea, en el templo de Dios cuando se vieron en peligro y parecía que Dios los había abandonado. Los israelitas sintieron angustia cuando estuvieron esclavos más de 40 años en Egipto, sintieron que Dios los había abandonado cuando se vieron hambrientas y sedientos en pleno desierto, se sintieron humillados y abandonados cuando fueron desplazados a Babilonia, expresando a Dios que estaban sin profetas, sin sacerdotes, vagando sin sentido por el país como el pueblo más pequeño de toda la tierra.

En el momento más doloroso de su existencia, desde lo alto de la Cruz, lacerado y sangrando, en medio del sufrimiento, de la agonía de muerte, de la soledad y el abandono, Jesús que conocía muy bien todo el Antiguo Testamento hace suyas las palabras del salmo 22: “Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado” súplica, que más que un reclamo, es una oración confiada a su Padre.

Cuántas veces, al no encontrar explicación de por qué nos pasan tantas cosas malas, pensamos en último término, que Dios es el culpable de nuestras desdichas, que no nos escucha, que nos quiere castigar, que nos ha abandonado. Mediante esta palabra Jesús expresa el dolor inmenso en la cruz, sin fuerzas, abandonado de todos.  Es el momento en el que Dios Padre nos presenta a Jesús, hecho hombre, condenado a muerte como un malhechor, que carga con el peso de nuestros pecados.

¿Quién no tiene momentos de noche oscura, de soledad, de inseguridad, de incertidumbre? Momentos en que parece que se cierran los caminos, momentos en que parece que las decisiones son equivocadas. ¿Quién no se pregunta tal vez por un instante quizá fugaz pero punzante, dónde está Dios ahora? La duda no es inhumana. El reto está en no ceder, en no creer que todo ha sido una mentira. El desafío es no abandonar, no rendirse en esos momentos. Y en cambio perseverar, buscar respuestas, no desfallecer.

En esta cuarta palabra se hace manifiesta la solidaridad de Jesús  con todas aquellas personas que hoy viven grandes sufrimientos, pruebas y angustias; es el grito de quienes sufren a causa de una dolorosa enfermedad, de los que pierden a un ser querido a causa de la guerra y el desamor, de los que mueren de hambre y de sed, de los que no tienen un techo y les toca dormir debajo de un puente, de los que no tienen abrigo, de los que son condenados injustamente, de los niños que son maltratados, explotados y abusados, de todo ser humano que sufre en soledad, de quien se siente abandonado y lanza su grito de dolor al cielo preguntando “¿Por qué..?” Esa pregunta pide una respuesta, una explicación, una luz que de la capacidad de comprender el sentido de lo que es la vida humana.



En los momentos de lágrimas y dolor, el ser humano puede sentir que Dios está lejos, que se ha ido, que Dios no puede, que castiga, que no se preocupa de los problemas y sufrimientos de sus hijos. Son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales. ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que a pesar de tantos progresos hechos subsisten todavía? ¿Qué hay después de esta vida? Cree la Iglesia que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro.

Ante los problemas que sufrimos en Colombia, ante las situaciones de nuestras ciudades, ante los casos de inseguridad, de los atentados, ante la zozobra que viven los habitantes de varias regiones del país, algunos parecen decir, Dios nos ha abandonado. Sería mejor admitir que somos nosotros los que en muchas oportunidades nos hemos olvidado de Dios, los que nos hemos alejado de su amor.

Hoy tendría Él que decirnos, Colombia, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué siendo una nación tan bendecida, con tantos recursos naturales, persisten la pobreza e inequidad?  ¿Por qué has cambiado los sanos cultivos que alimentan a tus hijos por cultivos que enferman el cerebro y el alma? ¿Por qué siguen quitando la vida si les he mandado no matarás? ¿Por qué los robos?

Y ¿a qué se deben las situaciones de muerte? A que nos hemos olvidado de Dios. Cuando Dios no entra en la vida de las personas todo es posible. En Dios encontramos el sentido y significado del respeto por la persona humana, el significado y valor de la vida, del trabajo honrado, de la verdad. No será posible la pretendida paz, mientras no aceptemos y vivamos estos valores. Mientras primen los intereses particulares que conducen a la corrupción, mientras persistan los egoísmos y campeen el desprecio por el valor de la persona, ni aún las leyes humanas más perfectas, los códigos mejor formulados, o las sanciones más onerosas, podrán crear una sociedad justa y pacífica. Necesitamos la luz superior, el temor de Dios para poder retomar el rumbo.

¡Qué doloroso es el abandono y la ingratitud! Señor, te pedimos por tantas personas que sufren la soledad, la enfermedad y que como tú gritan, Dio mío, Dios mío ¿Por qué me has abandonado?

Gracias Señor por seguir acompañando nuestra Patria, a pesar de tantas infidelidades, de tanto abandono.  Gracias porque en nuestros pueblos y ciudades hay personas que cuidan de los enfermos, atienden a los pobres y encarcelados. Gracias porque hay también muchos que no te abandonan ni abandonan a sus hermanos con gestos de amor y misericordia. Gracias por tantos voluntarios, por tantos religiosos y religiosas que no abandonan a los niños desamparados, a los ancianos, a los enfermos, a los pobres. Gracias en fin por tantas personas generosas que son tus manos extendidas para ayudar y levantar. Amén.


Quinta palabra: “¡Tengo sed!”  (Jn 19, 28)

Reflexión de monseñor Luis Fernando Rodríguez Velásquez, arzobispo de Cali


El fenómeno del niño ha hecho que muchas personas tengan sed. Los acueductos se han ido secando. Las represas disminuyeron su nivel. Regiones como La Guajira, Bolívar, Atlántico, Córdoba y otras en las zonas centrales de Colombia se han visto afectadas por la falta de agua. La misma naturaleza ha sufrido la consecuencia del calentamiento global y de las altas temperaturas con las que más forestales y la disminución de los pastos para el ganado y la agricultura.

Esto, aparte de los problemas de salubridad entre las personas de todas las edades en estas regiones, especialmente ha hecho que los servicios públicos se hayan encarecido y, por tanto, la canasta familiar se ha hecho inalcanzable para muchos. Hay sed física en buena parte de nuestro país y junto con la sed hay hambre. Como bien lo sabemos, crece el número de personas que no pueden tener las comidas en el día.

¿Si parto de esta realidad humana que hemos vivido dura e inclemente, cómo no imaginar la sed que sentía el crucificado que, por la pérdida de sangre, la sed se agudizaba? Jesús exclamó: ¡Tengo sed! Es cierto que debía sentir angustia y su cuerpo no le respondía. Pero su grito fue también un grito de auxilio en favor nuestro, parecido al: “Padre Perdónalos…”


En el corazón de Dios está latente una angustia. Hay un vacío. Dios ve cómo su pueblo se aleja de Él. Como todos aquellos que experimentaron la vida nueva, liberados de la esclavitud, seguían añorando la estancia en Egipto con vehemencia. Ojalá hubiéramos muerto por mano del Señor en el país de Egipto, cuando nos sentábamos en torno a la olla de carne y comíamos hasta saciarnos.


Decían los israelitas por esa añoranza estaban dejando a un lado al verdadero Dios, peor aún, lo estaban ahora crucificando. Hoy nos puede estar pasando lo mismo. ¿Muchos dicen que creen en Dios, que tienen sed de Dios, pero dónde lo están buscando? Muchos dicen ser creyentes y religiosos, pero solo buscan un Dios personal subjetivo que se acomoda a sus apetencias y gustos.


Es una fe que no acepta sus mandamientos, que rechaza la Iglesia. Incluso, algunos dicen ser católicos, pero rechazan al Papa, otros dicen ser católicos y apoyan toda iniciativa para difundir el aborto, la eutanasia y otras atrocidades contra la vida y la dignidad humana. Otros buscan un Dios que les resuelva solo sus necesidades materiales o solo les haga milagros.


El Dios de Jesucristo, en el que hemos sido bautizados y en el que creemos, es mucho más que todo esto. Pero a la par de esta sed no podemos negar que en el ser humano de ayer y de hoy hay una perenne sed de felicidad. ¿El ser humano busca en todo momento su realización, pero a qué costo? La felicidad que ofrece el mundo está haciendo que la humanidad entre en una crisis antropológica casi extrema.


La violencia, la pérdida de valores, la falta de respeto del otro y de la diferencia, el no cuidar la vida en todas las etapas de su desarrollo. Los estados de ánimo depresivos en aumento. La destrucción de la casa común, etc., son solo una muestra de que algo no está funcionando y que la sed de felicidad se quiere. En términos en palabras del profeta Jeremías: “en cisternas rotas”. Pero muchas veces acabamos cada vez más decepcionados y sedientos, porque en el mejor de los casos lo que encontramos es solo agua estancada y amarga.

Quien cae en las adicciones es porque cree haber encontrado en los vicios la respuesta a sus múltiples cuestionamientos. Y lo que hace es solo beber agua amarga. En esta quinta palabra, el Maestro Supremo, Cristo Jesús, nos está diciendo que su sed no es solo de agua, sino de nosotros mismos, nos quiere rescatar.

Las palabras del salmo nos lo dan a entender: “mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada, sin agua”. Dios es un Dios fiel. No puede negarse a sí mismo y su nombre es amor. Nos ama tanto que su dolor, al ver que le damos la espalda, es mayor que su crucifixión.


Qué bueno que tomáramos conciencia de lo que significa creer y cómo la verdadera fe en el auténtico Dios y Señor nos permite vivir armoniosamente. Busquemos a Dios, ansiemos su presencia. Que el deseo de encontrarlo nos impulse a buscarlo de la mejor manera. Para ello está su Evangelio y para ello están los sacramentos, en especial la Eucaristía. Por eso el soldado que traspasó el Corazón de Jesús vio que de él brotaron sangre y agua. Si queremos saciar la sed de Dios, acerquémonos a la fuente de agua viva, que es el Corazón traspasado de Cristo, y bebamos la sangre eucarística y el agua espiritual.

Oremos para que el Espíritu suscite y mantenga viva en nosotros y en nuestros corazones la sed del agua viva. La nostalgia del Dios verdadero. Nuestra sed calma. La sed de Cristo.

Nuestra sed da sentido a su sacrificio. Nuestra sed de Dios nos hace mirar el futuro con ilusión, porque es un futuro que ponemos en las manos de Dios, que sabemos nos ama porque, como lo hemos dicho, Él es amor. La otra sed, la de la esperanza. En estos momentos de tanta incertidumbre, también la colma Jesús con su promesa de cielo.

Mirando al Crucificado, le pido que no solo sacie la sed y el hambre que tantos padecen, sino también que sacie en nosotros la sed de amor, la sed de esperanza, la sed de perdón, la sed de felicidad, la sed de paz, la sed de libertad. Y para lograrlo, bebamos el agua viva del Espíritu, y con nuestra sed mojemos los labios amorosos del amor clavado en la cruz por nosotros. Amén.


Sexta palabra: “Todo está consumado” (Jn 19, 30)

Reflexión de monseñor Pablo Emiro Salas Anteliz, arzobispo de Barranquilla


De Jesús, dicen los hechos de los Apóstoles, que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal”. En efecto, los evangelios nos dicen, que recorría las comarcas de Judea y Galilea predicando en las Sinagogas, predicación que acompañaba con impresionantes y diversas formas de milagros. Quienes lo escuchaban, decían “ninguno ha hablado como Él” y también “este enseña con autoridad, no como los escribas y fariseos”. Atraía a los pecadores y sus palabras eran acogidas con generosidad por publicanos y prostitutas. Su criterio de valor siempre fue la persona y la defensa de su dignidad. Nunca permitió que la ley estuviera por encima del hombre y de sus apremiantes necesidades. En pocas palabras, Jesús asumió su vida con seriedad. Jesús no banalizó su existencia. La vivió con intensa pasión en favor de todos los hombres y especialmente de los pobres.

Con las características anteriormente descritas, Jesús enfrentó la misión que el Padre le había encomendado. “Yo tengo una misión que cumplir”, le mandó a decir a Herodes, cuando por curiosidad quería verlo. La intimidad profunda con su Padre, vivida en la obediencia y la Oración, le permitieron, beber el cáliz de la pasión y la muerte en la Cruz. No se quiso privar de ninguna precariedad presente en el hombre, menos la del pecado. Lo asumió todo para redimirlo todo.

Finalmente, y con suficientes argumentos, puede decir en la Cruz, “todo está consumado”. No queda más por hacer. Todo cuanto era necesario, se ha hecho. El evangelista San Juan recoge muy bien esta plenitud de la entrega de Jesús, al decir: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”. Así es. Cuando se habla de Cristo, se habla de amor hasta el extremo. Amor que da la vida, que levanta, que perdona y reconcilia, que restablece en todo hombre la dignidad más profunda de hijos de Dios.

Sí. Todo está consumado para bien, porque lo que se ha hecho, se ha hecho con amor hasta el extremo. En Cristo, nada está consumado para el mal. Ahora, se pueden hacer realidad sus palabras: “Si el grano de trigo, no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto”. Es ahora, entonces, con su muerte, donde se hace fecunda, la vida y la salvación para todos los hombres.

La figura de Cristo, contemplada desde el “amor hasta el extremo”, interpela hoy la superficialidad con la que muchos asumimos nuestra vida y nuestras responsabilidades. Es increíble la falta de compromiso y seriedad con la que tantas personas enfrentan la vida y sus concretas responsabilidades. La superficialidad y el facilismo campea en todas partes, en todos los ámbitos de la sociedad y también de la Iglesia. Nadie se quiere comprometer con nada. Queremos un país mejor, una vida mejor, unas relaciones más fraternas y respetuosas entre los colombianos, pero nadie se mueve, nadie se compromete, nadie aporta para el bien, nadie quiere dar el primer paso. Somos expertos en la crítica mal sana, los comentarios indebidos, los juicios temerarios y de una intolerancia que no admite la diferencia.

Los facilismos y el descompromiso, han invadido todos los ámbitos de la vida familiar, personal y social. Nos gusta la vida fácil y cómoda del sofá. Pero en esta mentalidad de banalizar la existencia hay algo mucho más terrible que hace carrera en muchos colombianos: es la actitud de quienes todas sus energías, las dedican para planificar el mal, para asesinar, robar, mentir, secuestrar, desaparecer, destrozar al otro, acabar con la familia y con la vida de nuestros niños y adolescentes.

Queridos colombianos: miremos a Jesús, en él, recobremos las fuerzas para seguir, para caminar, para dar el primer paso, no nos cansemos de hacer el bien…No nos pongamos en la fila de los que hacen el mal. Con nuestra vida y siguiendo el ejemplo de Jesús, contrastemos con la mentalidad facilista, corrupta y descomprometida de tantos en esta sociedad, que solo viven para sus intereses egoístas.

Hay un salmo que dice que el hombre sin Dios, renuncia a ser sensato y a obrar el bien, porque falsamente cree, que su culpa no será descubierta ni aborrecida. Y así de manera engañosa, muchos perseveran en mal.

Hermanos colombianos: quiero, a la luz de esta sexta palabra, animar, fortalecer, llenar de esperanza a tantos hombres y mujeres buenos, comprometidos, que también los hay por todas partes en este país y que, siguiendo el modelo de Jesús, sirven con generosidad y aportan en la construcción del país que soñamos. Una palabra de ánimo a los buenos servidores públicos que muy a pesar del ambiente corrupto que se respira, permanecen impolutos, haciendo lo que corresponde, a papá y a mamá que aún en medio de profundas dificultades de todo tipo, le siguen apostando a la familia, aman su familia, la cuidan, la defiende, están al lado de sus hijos y son ellos, sus hijos, la única y mayor razón de sus vidas. Cómo no animar y llamar a la perseverancia a todos aquellos colombianos que no se rinden en el trabajo por tener un país más justo, fraterno, con oportunidades para todos y garante de nuestros derechos y dignidad. Sigan así. No están solos. El Señor los acompaña.

Cómo no pensar también en tantos jóvenes, buenos y sanos, que en estos días harán Pascua con Jesús. Ellos, están llenos de sueños y esperanzas y son el activo más importante de este país y de la Iglesia. Qué responsabilidad tan grande tenemos con nuestros jóvenes. Cómo seguir ignorándolos, envenenándolos con propuestas indecentes y vicios cada vez más al alcance de sus manos. Queridos jóvenes, cuídense ustedes, porque en este país los jóvenes importan poco, valoren sus vidas y hagan realidad sus sueños y esperanzas. Jesús los enamore con su Gracia y con su ejemplo de vida hasta el extremo. Ustedes están en el corazón del Papa Francisco, en el corazón de la Iglesia, en el corazón de los colombianos de bien. Que la figura de Jesús destruido, pero pleno, nos anime y sostenga en esta tarea, así sea.

Séptima palabra: 
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” 
(Lucas 23,46)

Reflexión de monseñor José Miguel Gómez Rodríguez, arzobispo de Manizales

Esta última palabra de nuestro Señor Jesucristo fue pronunciada como un grito, según lo enseña el Evangelio de San Lucas en el capítulo 23, versículo 46, pues gritando como el Señor puso en manos del Padre su Espíritu.

En el Evangelio de San Juan, de una manera semejante, no igual, dice describiendo la muerte de Jesús que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu. 


En el caso de San Lucas, en el caso de esta palabra, vamos a referirla al salmo que nuestro Señor Jesucristo citó, como lo haría cualquier judío piadoso del momento cuando está sintiéndose perseguido. Es el Salmo 31, en el versículo seis, esa misma frase, por supuesto, sin la mención del Padre, está puesta en boca de todo orante.

Todo el que quiera orar con el Salmo 31 encontrará, para su propio provecho, una oración confiada en la que, en un momento privilegiado de la oración, se hace un abandono total y se le dice a Dios: “En tus manos encomiendo mi espíritu”. Es muy importante que recordemos que cuando se habla de espíritu no se habla de algo etéreo ni de solo el alma, sino que “mi espíritu” es mi persona.


Se quiere decir con esta expresión: “Me pongo en tus manos, me pongo totalmente en tus manos”. Volviendo la mirada sobre el salmo, salta a la vista que esta es la oración de una persona que siente que cree en Dios, que trata de hacer las cosas bien y que, sin embargo, está perseguido y lastimado por todos lados. Hay muchas cosas que no entiende y, sobre todo, muchas injusticias que se cometen contra él.


Por supuesto que, como cualquier ser humano que se siente tentado, podría rebelarse y decir: “Por mis propios medios me busco yo la justicia”, pero no lo hace. Él reflexiona, recapacita y se da cuenta de que no es con sus propias manos como va a resolver las cosas. En cambio, tiene a alguien, tiene un amigo, porque al final del salmo llama a Dios amigo de los que le son fieles.


Tiene uno en el cielo que le da su amistad y que con ella le garantiza que las cosas terminarán siendo de la manera como convienen en labios de nuestro Señor Jesucristo. Este salmo adquiere dimensiones insospechadas, porque Él es aquel sobre quien, en este momento, en el momento de la cruz, recae todo el peso de la criminalidad humana, todo el peso del desorden de la humanidad.


Porque Él quiere hacerse cargo de eso para presentarse al Padre como sacrificio por todo y para decir que se abra la puerta, que es demasiado, es enorme el peso. La primera palabra. ¿Por qué me has abandonado? Nos indica cuán grande puede llegar a sentirse el peso del pecado de la humanidad entera y, sin embargo, ahora, con sentimiento de que Dios es el que arregla todo, siendo el Dios con el Padre.


Él es la Palabra de Dios encarnada. Entonces encomienda su ser, encomienda su misión y sabe que en la muerte y después de la muerte, la palabra del Padre resonará, resonará, por supuesto, como resurrección, y a nosotros nos abrirá caminos extraordinarios de vida nueva. Pero lo que nos corresponde ahora, meditando siete palabras, es darnos cuenta de que también nosotros necesitamos de este mensaje.

Vivimos, en efecto, en tiempos en que es fácil sentir la crisis, la crisis que nos golpea por todos lados. Vivimos tiempos muy difíciles en los que la experiencia de la mayoría de la gente es que todo está más caro y todo está más inseguro. Vivimos tiempos en los que la situación hace que muchas personas piensen, incluso en ya no luchar más.

Pero precisamente ahora esta oración de Jesús y esta súplica confiada que cada uno de nosotros puede hacer, es la respuesta. También nosotros tenemos que aprender a decir: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” y sentirlo, porque en la realidad en la que vivimos nos muestra una situación en la que se perdió el respeto por las autoridades y las instituciones, y algunos quieren sembrar anarquía, que convienen solo a un proyecto político.

Se ha perdido el valor de la vida que es reconocida constitucionalmente. Sin embargo, no es sostenido por la legislación, la justicia y hasta muchas instancias de gobierno. Al contrario, aumentan las amenazas y las extorsiones, los malos tratos, los insultos, homicidios y, secuestros están a la orden del día. Aparece aborto y eutanasia sin siquiera mediar un pensamiento sobre lo que es la vida. Borrachera y drogadicción que lastiman la vida propia.

El valor del cuerpo y de la integridad personal se vendió al placer y al comercio del placer que tanto dinero produce. Hedonismo y adulterio, impureza sexual de todo tipo, pornografía sin control y muchas otras aberraciones. El valor de la honestidad se relativiza al extremo. Ya no valen palabra. Los negocios se hacen solamente pretendiendo el lucro y se pierde toda facilidad para hacer las cosas con confianza unos con otros.


La verdad, que es un valor supremo, también entró en el relativismo y nos mentimos unos a otros y aceptamos mentiras que son institucionales solamente porque se refuerzan con estrategias de comunicación que viralizan falsas noticias y falsos contenidos.

Pero qué es más fácil: hacer esta lista de problemática social que tenemos o decir que tenemos que retornar a los mandamientos de Dios, porque lo que acabo de mencionar no es sino el repaso de lo que ocurre en Colombia, porque Colombia se alejó de los mandamientos de Dios.


El mandamiento de “honrar a padre y madre”, y por supuesto, la autoridad y la institución. El quinto mandamiento: “no matar”, sin disculpas, ya sea porque no ha nacido, o porque está muy viejo, ya sea porque es contrario a mi proyecto político o porque no me pagó el rescate. No matar el sexto, no cometer actos impuros ni siquiera en la mente. Y sabemos que el placer sexual ha sido reservado por Dios nuestro Señor, que lo creó con infinito optimismo para el matrimonio.


El séptimo mandamiento, que defiende la honestidad, no hurtar, “no robar” y que se vive a veces con tan mal gusto en tantas circunstancias, nos permitiría construir un nuevo país si todos cumpliéramos con nuestros deberes puntualmente: deberes de justicia, deberes para con la sociedad, deberes para con los prójimos. El octavo mandamiento sobre la mentira, o mejor dicho, sobre la verdad, nos ayudaría tanto a que pudiéramos confiar unos en otros, en nuestras palabras.


En fin, qué es más fácil: enumerar la problemática social colombiana o mostrarle a Colombia que se apartó de Dios, porque estas siete palabras tienen que concluir definitivamente en un propósito de cada uno por volver a Dios, volver a escuchar su Palabra, entender que en sus mandamientos está la verdadera sabiduría, porque es el contenido de su voluntad, de lo que Él espera de nosotros y definitivamente confiar totalmente en Dios.


Las soluciones no son inmediatas, no están ni siquiera muchas de ellas al alcance de nuestras manos, porque tienen que ver con la libertad humana torcida por el pecado. La solución está en Dios, y si todos volvemos a Dios y Colombia se abre, comenzará la renovación que todos esperamos. Por eso, digámosle con Cristo: “Padre, en tus manos ponemos nuestro país, nos ponemos nosotros mismos y ponemos todo aquello que nos preocupa”. 

Tomado de: Conferencia Episcopal de Colombia

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